Arthur C. Clarke está considerado como el padre de la ciencia ficción dura, incluso por encima de los otros dos autores de cifi clásica que le acompañan en el podio ficticio de los escritores más rigurosos con la ciencia: Asimov y Heinlein.
Su ciencia ficción se puede definir con cinco palabras: dura, idílica, antropocéntrica, optimista y clásica.
¿Es Arthur C. Clarke el autor que quieres leer? La mayoría lo conocen por la película y novela 2001: Odisea en el espacio, pero tiene en su haber muchísimos escritos más. Vamos a analizar su ciencia ficción.
Ciencia ficción dura
Si algo define a Arthur C. Clarke es la dureza de su ciencia ficción. Y no hablo solo del rigor científico que pretende de manera incesante; eso también lo tienen otros clásicos como Heinlein. La diferencia es que este último no se regodea en explicaciones científicas.
Cuando paseas por las páginas del autor, parece que vas acompañado de un guía turístico con bata de científico. No hay descripción que no guarde como mínimo una tímida relación con la ciencia. Aquí tienes un ejemplo de 1948 referido a las plantas que imaginó en la Luna:
«Allí, las plantas comunes eran crasas, muchas de crecimiento globular, similares a cactos: sus gruesas epidermis impedían la pérdida de agua; estaban equipadas con ventanas “transparentes”, que permitían la recepción de la luz. Esta sorprendente defensa natural no era tan original, aunque resultaba novedosa. Ciertas plantas del desierto africano, enfrentadas a parecidas condiciones de luz solar y escasa humedad, han desarrollado características similares», Claro de Tierra (1955).

Y ahora vamos a compararlo con una descripción de una supuesta lluvia en Venus, hecha por el mayor genio de la redacción en la ciencia ficción blanda, Ray Bradbury, al que le importaba muy poco la ciencia y el rigor:
«La lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y opresiva. Era un chisporroteo, una catarata, un latigazo en los ojos, una resaca con los tobillos. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras lluvias. Caía a golpes, en toneladas; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de mono. Era una lluvia sólida y vidriosa, y no dejaba de caer», La gran lluvia (1950).
Algunos lectores tachan a la ciencia ficción dura de ser historias contadas en un manual de instrucciones. Y los puedo llegar a entender. Son lectores que conceden mucha importancia a la profundidad de los personajes, figuras retóricas y a otros elementos más literarios. Pero… incluso estos lectores no podrían negarme que los “manuales de instrucciones” de Clarke son los más bellos. ¿Por qué? Porque la belleza de Clarke no está en sus palabras; ni siquiera en sus frases, sino en sus conceptos, en la reflexión que quiere despertar en ti; en hacerte posibles, o al menos creíbles, mundos que creías imposibles. Y ya no te digo de uno de sus puntos fuertes: los finales.
Si te agrada especialmente la faceta más dura de Clarke, te recomiendo Las fuentes del paraíso (1979).
Si, por el contrario, deseas conocer la excepción de Clarke y conocer la obra donde más se centra en sus personajes, Cánticos de la Tierra lejana (1986) es tu novela; y en menor medida Las arenas de Marte (1951)
Ciencia ficción idílica
Es el gran pecado de los escritores de la Edad de Oro de la ciencia ficción. Vivieron como una bomba ganaba una guerra y actuaría como elemento disuasorio para prevenir grandes conflictos futuros, también cómo los coches apartaron a los caballos de los caminos, vacunas que acababan por fin con graves epidemias, una esperanza de vida en constante incremento, el potencial de la tecnología de la computación, presidentes de países que cumplían promesas tan gigantes como llegar a la Luna en un periodo de tiempo extremadamente corto.
¿Cómo iban a imaginar que los programas espaciales de estancarían durante varias décadas? Para ellos el siglo XXI era la centuria de los astronautas y primeros colonos. Ahora casi todos esos libros de ciencia ficción parecen ucronías de corte fantástico porque han topado con nuestro presente y solo se parecen a él en las inmutables leyes físicas que rigen nuestra realidad.
Los libros de Arthur C. Clarke no escapan a este vicio comprensible en aquellos que vivieron de cerca semejantes saltos tecnológicos. 2001 no fue el año de la Odisea en el espacio, fue el año de la Torres Gemelas. Estábamos peleando entre nosotros por razón de religión, por recursos, por esferas de influencia geopolítica… muy pocos miraban hacia las estrellas, y nadie quería gastar ni un dólar en una misión a Marte. Es el peligro de jugar a predecir el futuro inmediato de la humanidad.
Ciencia ficción antropocéntrica
Otra de las características en los libros de Arthur C. Clarke es incorporar un trébol de cuatro hojas a la humanidad.
El futuro es una alfombra roja para nosotros en sus manuscritos. Las crisis a las que se enfrenta el ser humano tienden a ser solventadas, y en la mayoría de ocasiones forman parte de un beneficio mayor que jamás hubiese tenido lugar sin el conflicto.
Frente a los miedos que absorben la imaginería de los escritores del presente, Arthur, que vivió el desenlace de la IIGM y lo peor de la Guerra Fría, solo veía prosperidad. Un mundo mejorado por la ciencia y la tecnología.

Clarke indaga en su obra acerca del lugar que la humanidad tiene que ocupar en el Universo. Somos especiales. No por ser únicos como afirma la Hipótesis casi teológica (por improbable) de la Tierra especial, porque Arthur nunca se mostró receloso a la existencia de alienígenas en el Cosmos, cosa que otros como Isaac Asimov prefirieron eludir casi siempre. Somos especiales porque estamos destinados a las estrellas. Es un destino; no una opción. Es una fuerza desgarradora que lleva dentro la humanidad, no fruto de los esfuerzos individuales con mayor o menor peso.
Ciencia ficción optimista
No hay distopía en Arthur C. Clarke. Tampoco hay pecado tan grave en nuestra especie que no pueda ser enmendado con un avance científico, con un descubrimiento, o con un destino prefijado por otras especies que sí conocían nuestra existencia.
Novelas como El fin de la infancia (1953) ponen la invasión extraterrestre menos aciaga que he leído jamás. Stephen Hawking, que siempre recelaba de las bondades del contacto interestelar, hubiese firmado una invasión así. Es una lectura muy reciente y te la recomiendo, porque las utopías de Clarke no tienen menos credibilidad que las distopías actuales.
Lo desconocido, aunque se torne una amenaza, termina convirtiéndose en esperanza. Siempre hay miedo a lo ignoto, sí; pero el mismo Clarke, con su forma de narrar, lo esconde bajo un estupendo disfraz de curiosidad. ¿Has leído Cita con Rama (1973)? Es el mejor ejemplo de cómo el escritor trata con lo no conocido a diferencia de otros autores como Frederick Pohl y su famosa obra Pórtico. En el mismo sentido podría recomendarte La Ciudad y las estrellas (1956).
Incluso en uno de sus relatos más pesimistas, La estrella (1955), la distópica respuesta a una de las grandes preguntas de la humanidad (sobre la religión), concede el conocimiento para que podamos librarnos en potencia de tan aciago fin.
Clarke y Asimov forman parte del selecto grupo de escritores clásicos de ciencia ficción que solo veía prosperidad en el futuro. Para ellos las distopías solo forman parte de la barbarie del pasado; lo mejor siempre está por venir. A diferencia de muchos autores del presente, ellos tratan de imaginar conflictos en sus prósperos mundos. En cambio una tendencia de la ciencia ficción actual es buscar soluciones en mundos de conflicto latente.
Ciencia ficción clásica
Oh, sí. Sobre todas las cosas, Arthur C. Clarke es un autor de ciencia ficción clásico. Con todas sus consecuencias.

La primera de las consecuencias es que, al ser un escritor de ciencia ficción dura, cualquier actualización en la ciencia puede crear un gazapo en tu obra. Por ejemplo, como ya has visto antes, sabemos que es imposible que la Luna albergue plantas del tipo que imaginó. Es algo que penaliza para un lector que busque el rigor actual con la ciencia.
La ciencia ficción dura envejece peor que otros géneros. Es una realidad. De hecho, como ya te conté en otra ocasión, envejecen como ucronías cuando topan con nuestro presente y vemos que en nada se parece. Esta es la segunda de las consecuencias.
La tercera, que si empiezas a leer a Clarke puedes encontrarte con elementos de la trama que te pueden resultar clichés porque los has encontrado varias veces en el cine, la televisión u otros libros. Pues bien, me temo que el cliché lo crearon estos últimos; el original fue Clarke que llevaba escribiendo desde los años 40.
Se podría escribir mil veces más sobre Clarke, como su reincidencia con el tema de la religión, la prevalencia en su obra de las ciencias exactas frente a las ciencias sociales… pero creo que te ya te habrás hecho una idea de lo que vas a encontrar en las páginas de sus novelas y relatos. De entre los clásicos, es el máximo exponente en la búsqueda del rigor científico, por lo que si disfrutas de los entresijos de la ciencia y a la vez de la literatura, te lo vas a pasar muy bien con Arthur.
¿Has tenido alguna experiencia con sus escritos? ¿Quieres aportar alguna característica que se me haya podido escapar?
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